SINOPSIS
Cuando hace una
entrega, Jongsu (Yoo), un joven mensajero, se encuentra por casualidad con
Haemi (Jun), una chica que vivía en su vecindario. La joven le pide que cuide a
su gato durante su viaje a África. A su regreso, Haemi le presenta a Ben
(Yeun), un joven misterioso y con dinero que conoció allí. Un día, Ben revela a
Jongsu un extraño pasatiempo que tiene... Adaptación de una historia de Haruki
Murakami. (FILMAFFINITY)
EDITORIAL
Apareció como de la nada. Su sonrisa blanca brillaba en medio de una marea humana. La estación de Retiro, en época de Navidad, siempre resulta ser un caos. Las corridas y las valijas tropezando estaban a la orden del día. Los altoparlantes nombraban empresas, lugares y hasta nombres de personas que no se encuentran. Al contrario del mundo, ella caminaba con una paz ajena a todo, como en cámara lenta. Su piel blanca y su mirada felina en unos ojos no tan redondos, le habían dado el apodo más clásico, pero “la China” lo tomaba como algo natural. Quizás chocamos nuestras miradas, pero el primer encuentro se dio cuando un paquete se cayó sobre mis pies. Ni siquiera atiné a agacharme cuando ella lo levantó como un rayo, agradeciéndome de todos modos. Luego, minutos después, ambos quisimos parar el mismo taxi. Como un gesto de caballerosidad, dejé que se suba ella, pero me sorprendió cuando dejó la puerta entre abierta para que me sume al paseo. No tenía idea donde viajaba cada uno, pero sentí que una oportunidad así no se desperdicia. Así me enteré que era del norte del país y viajaba a un congreso de medicina que se haría al mediodía. Tenía ya el lugar de alojamiento y sorprendentemente me pidió que sea su guía para unas horas en la ciudad de la furia, lugar que sólo había visto por televisión. Dudé unos instantes, pero su simpatía fue más fuerte. Esa espontaneidad me había llamado la atención como nadie. Luego de pasar por casa para cambiarme y asearme, llegué al lugar del encuentro. Mientras caminábamos, sus historias salían de su boca como si fueran pequeños cuentos. Era casi un monólogo que quería que sea infinito. Aparecían y desaparecían personajes como por arte de magia. Ya los sentía como de mi propio universo. El Obelisco, San Telmo, La Boca se trasformaban en vagos testigos de su encanto. Hasta el Riachuelo parecía tener mejor aroma con ella al lado. Bajamos por la boca del subte, que para la China era como una película de ciencia ficción. Había algo triste en su miraba que no podía descubrir.
Hablaba de fogatas ancestrales y árboles que se encendían cada
noche. Cada vez que decía la palabra fuego era como un multiverso de gestos. Su
voz cambiaba, su piel se oscurecía, sus ojos como nunca se volvían más
circulares. Pero de la nada cambiaba de tema y como si fuese un juego nombraba
pueblos y parajes olvidados por Dios. La llegada a Palermo contrastaba con toda
esa historia. Yo hubiese preferido otros sitios, pero había que hacer lo
clásico en poco tiempo. Me habló de su infancia, de las tardes al sol con su
abuela preferida, de los velorios largos por ser familia numerosa y de sus
mascotas. Las horas parecían segundos y casi de forma automática volvimos para
su hotel. Por mi parte, casi no había hablado. Solo me limité a observar y
deducir. Había tanto para preguntar, pero a la vez tan poco. Ni siquiera mi
alma de periodista quiso romper ese hechizo. En la habitación una copa de
champagne ofició de bienvenida. Nos abrazamos cálidamente e inundamos las
sábanas como una pareja que no se ve durante meses. Como si fuera el amor del
más puro. Me desperté cuando el sol iluminaba mi cara. El silencio tenía un
sabor amargo. Las copas de champagne estaban como nuevas. No había nada más
alrededor, solo un anotador con ciertos garabatos. Su valija ya no estaba. Su
ausencia lo tapaba todo. Bajé raudamente y me fui hasta la terminal de Retiro
pero no la encontré. No tenía ni una foto. Solo era “la China”. Cada época
cercana a la Navidad me acerco hasta la terminal a ver si esa blanca sonrisa
aparece de golpe. Entre cientos de papeles encontré nombres de esos pueblos y
parajes, algunos que ni aparecían en el mapa. Llevo recorrido 2467 kilómetros.
Solo su voz y algunas imágenes borrosas de su rostro se me aparecen cada tanto.
La oscuridad se acerca al costado de la ruta, la vuelta se hace más eterna. Mientras
a lo lejos, los árboles vuelven a prenderse fuego cuando se asoma la primera
estrella…
Marcelo
De Nicola.-
Canción
elegida para la editorial
IMPRESIONES SOBRE BURNING
Borges escribió alguna vez respecto de su estilo de escritura que él no era poseedor de ninguna estética, que el tiempo le había enseñado algunas astucias. Siempre recordamos aquellos versos de Angelus Silesius que decían: La flor es sin porque, florece porque florece. No tiene preocupación por sí misma, no desea ser vista. Gran alivio para el creador ¿verdad? Hablo de aquel que tiene la pulsión creadora y que ejerce sin engaños ni posturas su disciplina, de aquel que vive una vida artística y no de ese otro que es poeta de 9 a17, lleno de especulaciones y necesidades ajenas. Muchachos, Muchachas… la flor es sin porque. Borges en aquel párrafo, entonces, agrega dos factores esenciales: tiempo y astucia. Escribir es ser verosímil en el desarrollo del engaño. Atención que no dije verídico, la verdad es otra cosa. Artísticamente hablando, la verdad no tiene ningún valor ya que precisa de una rigurosidad de la que el proceso creativo carece. Al igual que el mago con su acto de magia, quien escribe, debe preparar sus artilugios de manera sutil, dosificada e inteligente. Descubrir el hilo, encontrar la carta, baja de manera automática al lector del relato, levanta sin dudas al espectador de su butaca. Tiempo para lograr que la agilidad de nuestras manos sea infalible, para descubrir cuales son aquellos movimientos que somos capaces de realizar para esconder las cartas con mayor eficacia. Tiempo para entender el juego, para no detenernos en el porqué de la flor, para aceptar de una buena vez su falta de preocupación por sí misma. Esto no nos exime de estar atentos a los detalles, muy por el contrario, pero sí nos da la libertad para que las imágenes fluyan aboliendo aquella actitud detectivesca que aniquila toda creación. Astucia para adiestrar nuestros sentidos. Para ver en la piedra al David y saber que solo hay que quitar lo que sobre para descubrirlo.
Astucia para lograr que no te distraigas nunca de mi voz, para lograr entretenerte, que no es otra cosa que tenerte entre. Para aguzar el oído y la vista y lograr así que nuestros relatos sean honestos y estén vivos. Podemos llegar a comprender el relato fílmico Burning del director y guionista Lee Chang - Dong como el desarrollo de un proceso creativo realizado por un escritor. Juguemos con aquella posibilidad. Después de todo, la palabra juego está siempre emparentada a cualquier proceso creativo. Stephen Nachmanovitch, nos recuerda en su libro Free Play que para que la creación fluya hay que tomar una actitud acrítica y jugar con la misma seriedad que lo hace un niño. El vocablo inglés para designar la interpretación actoral no es otra sino play, jugar, play a rol. Al guión cinematográfico se lo denomina como screenplay. Pero volvamos al film. La película comienza sobre la pantalla negra de los títulos. Abre primero el audio con la vaguedad de una idea que comienza a gestarse, como algo que llega desde lejos, por partes, una propuesta, una invitación al juego, un primer estímulo para que nuestra creatividad comience a armar el rompecabezas, un sentimiento al que habrá que poner atención para realizar aquel bello juego de la mente llamado pareidolia, esa capacidad de encontrar formas a través de patrones vagos. Como quien encuentra formas observando una nube, llegará entonces la imagen a vestir a aquel audio. El director decidirá presentar a su protagonista desde la ausencia. Lee Jong-Su es un joven escritor que durante todo el metraje se jactara de su intención de comenzar a escribir una novela. Es probable que la elección de presentarlo desde la ausencia responda a esta idea invisible de la mano del autor en una obra. Este desaparecer de quien escribe para que la obra tome su propia identidad. Igual que dios con su propia creación, el autor siempre es desde la ausencia. La primera imagen que nos entrega el film es la de una bisagra de gran tamaño en primer plano.
Viene entonces a nuestra mente, de forma casi instantánea, aquella idea de Gabriel García Márquez respecto del oficio del escritor, donde realiza la analogía de la carpintería. Márquez dice que el escritor debe hipnotizar al lector para que éste no piense sino en el cuento que se le está contando. Eso requiere de una enorme cantidad de clavos y bisagras para que no despierte. La técnica de escribir depende de esa carpintería. El metraje continuará y el protagonista caminará por la desbordada ciudad. Ruido ensordecedor de autos, una muchedumbre yendo y viniendo, parlantes vendiendo productos. Allí el caos de la creación, caos que, por otra parte, la mano del artista debe ordenar para darle algún sentido. En esa primera secuencia podemos ver la materia prima del escritor, del artista. De aquel pan es de donde debe nutrir su arte. Trabajar sobre universos que uno conoce hace que la imaginación fluya, hace que ese universo que envento sea orgánico y verosímil. Cuando hablamos de construcción de universos, hablamos de la creación de aquel lugar que podemos habitar internamente, sea real o no. El caos se reducirá entonces a ella, Shin Hae-Mi. Nuevamente la pareidolia, la capacidad de encontrar una forma, su personaje, entre patrones vagos, la masa de gente. Espinoza decía lo siguiente: «Nadie hasta ahora ha determinado lo que puede un cuerpo». Para empezar a escribir debemos visualizar cuerpos, formas concretas, detalles. Ella le hablará primero y le dirá que se conocen de antes. Él no la recordará. Ibsen decía que el primer contacto con sus personajes era como si cruzaran miradas en un viaje a larga distancia. Allí, él observaría su apariencia y conversaría de algunas trivialidades como para empezar a conocerse. Será en esa misma escena donde ella le dirá que no la reconoce porque se ha realizado una cirugía estética. Hay algo de ella, como personaje en construcción, que se resiste al autor. Él la conoce porque es parte de su universo, pero no la recuerda porque aun la está construyendo, tridimencionando.
Ella
introducirá más a delante a Ben,
personaje que conocerá en su viaje a África (destino típico de los escritores llamados
malditos, recordemos que Rimbaud vivió
hasta casi su muerte en aquellas tierras). Lee
Jong-su lo definirá rápidamente marcando la fuerza de intención del
personaje, aquella característica central que guiará su accionar, su
motivación, su deseo. Lo comparará con el protagonista de una obra de otro
escritor, Scott Fitzgerald, dirá es
un Gran
Gatsby cualquiera. Con el correr del drama, ella le comentará que está estudiando
pantomima e instalará de ese modo aquella idea de la inteligencia mimética de
los actores. La capacidad de entender y hacerse entender a través de un sistema
de signos que se crean en el cuerpo, la capacidad de crear en su cuerpo, la presencia de una ausencia. Ella
logrará como personaje hacer presente en nuestro protagonista el recuerdo de un
amor olvidado, la memoria de un pueblo que cambio, una libertad perdida, una
pasión que ya no sentía. Nadie escribe a partir de una idea. La idea por si
sola nunca es fecunda, no moviliza, es siempre un prejuicio, siempre un juicio
previo. Es el carro delante del caballo. Lo que genera movimiento, lo que
encierra un mito, lo que posee una hipótesis poética es siempre la imagen. Sartre decía que es solo frente al otro
que el yo aparece y se manifiesta. Ese otro es imagen y solo en aquel paño
podremos vestir otras morales, otros valores, solo en aquel paño podremos ponerle
voz a la demencia y vestir el andrajoso ropaje de los excesos. Kartún decía que si el poeta tiene la pulsión
de mirar alrededor suyo una multitud de seres alados que vuelan sobre él, el
dramaturgo además tiene la pulsión de convertirse
en ellos. Habitar esas almas es siempre el gran desafío de este juego, aunque
aquello nos quite el sueño y en la oscuridad de la noche, a veces, pensemos
en graneros que se derrumban al incendiarse.
Lucas
Itze.-
Canción
post impresiones
UNIVERSO LEE CHANG-DONG
Nacido en Daegu
el 1 de marzo de 1954, se graduó en filología coreana a mediados de los ´80.
Trabajó como director de teatro y profesor de lengua en una escuela secundaria
hasta convertirse en uno de los novelistas más exitosos de su país gracias
a El Botín. El cambio de rumbo lo dio a mitad de los ´90 cuando
escribió los guiones de los films de su amigo Park Kwang-su, To
the Starry Island y Single Spark. Luego llegó su primer
largometraje, fechado en 1997 bajo el nombre Green Fish, una
crítica de la sociedad coreana a través de los ojos de un joven que se ve
atrapado en el submundo criminal. En 2000 hizo Peppermint Candy, la
historia de un hombre soltero a lo largo de veinte años de historia de Corea
del Sur en orden cronológico inverso (desde la revolución estudiantil de 1980
hasta 2000).
La misma pareja
de protagonista se une para el film Oasis, con el que gana el León
de oro a mejor director en el Festival de Venecia. En 2007
llega Secret Sunshine, la trágica historia de una mujer que enviuda
y se va a vivir con su hijo a otra ciudad. Termina de hacerse conocido en el
mundo gracias a su film del año 2010 “Poesía para el alma”, un melodrama
que mezcla la poesía, la vejez y la dura enfermedad del Alzheimer.
Logra el premio a
Mejor Guión en Cannes. Su último film es quizás el más conocido, hablamos de
Burning, un extraño thriller basado en una historia de Haruki Murakami,q que
llegó a Netflix estos últimos años. Logró premios y nominaciones en muchas
partes del mundo
FICHA TÉCNICA
Título original: Buh-ning
Año: 2018
Duración: 148 min.
País: Corea del Sur
Dirección: Lee Chang-Dong
Guion: Lee Chang-Dong, Jungmi Oh. Historia: Haruki Murakami
Reparto: Yoo Ah-in, Steven Yeun, Jeon
Jong-seo, Gang Dong-won, Moon Sung-keun
Música: Mowg
Fotografía: Hong
Kyung-pyo
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