SINOPSIS
Una pareja de
ancianos viaja a Tokio para visitar a sus hijos, pero ninguno de ellos tiene
tiempo para atenderlos, por lo que deciden enviarlos a un balneario. Cuando
regresan, la madre pasa una noche en la casa de una nuera, viuda de uno de sus
hijos. A diferencia de sus cuñados, Noriko muestra afecto por sus suegros y
conforta a la anciana. (FILMAFFINITY)
EDITORIAL
Hace ya tiempo que se me olvidaron las historias que quería contar. Esos triunfos perecieron sin poder conocer la gloria. Y esas derrotas quedaron escondidas bajo la alfombra. Aquí y ahora, sólo quedan ramas viejas que están a punto de derrumbarse. El futuro ya no existe y el presente se auto devora segundo a segundo. Las caras que me rodean están demacradas. Las voces repiten una y otra vez los mismos aburridos acordes. Mi mente se separa de mi cuerpo y trata de viajar quien sabe a donde. A un adoquín llorando sus primeras lluvias. A una pelota manchada de barro esquivando autos asesinos de utopías. A una canción de despedida. A un obelisco iluminado por algún festejo efímero. A un abrazo de bienvenida.
A un grito de bronca y angustia. A un consejo no escuchado. A una
casa en el medio del campo. A un pueblo que se transforma en ciudad. A un
micrófono que nos sirve para escupir verdades, llorar ausencias, reír derechos
y brindar ilusiones. A nombres, números y caras que se destiñen con el paso de
los años. Y los años que se transforman en olvido. Un olvido opaco y sepulcral.
Un olvido que es similar a la muerte pero mucho más atroz. Y tan naturalmente
humano. Y tan humanamente solitario. Y ahí están, el tiempo, la soledad y el
olvido para consentir a la muerte, que es la que nos robará esas historias que
nos quedan por contar...
Marcelo De
Nicola.-
Canción elegida
para la editorial
IMPRESIONES SOBRE HISTORIAS DE TOKIO
Preste atención a lo que su propia vida cotidiana le ofrece; describa sus tristezas y anhelos, los pensamientos fugaces y la fe en algo bello; descríbalo todo con sinceridad íntima, callada, humilde y, para expresarse, sírvase de las cosas que le rodean, de las imágenes de sus sueños y de los objetos de sus recuerdos. Si su vida diaria le parece pobre, no se queje de ella; quéjese de usted mismo, dígase que aún no es lo bastante poeta como para convocar su riqueza, pues para el creador no existe pobreza ni lugar pobre o indiferente. Siempre supe que en estas palabras de Rilke, dirigidas a un joven poeta, había una enseñanza profunda sobre la compleja tarea del artista. He vuelto sobre aquel pasaje cientos de veces. Lo he desmenuzado con gran atención y recitado internamente a modo de invocación sagrada en épocas de intentos. Saber mirar donde otros solo ven es el problema, el desafío es encontrar la belleza para contarlo. Ese es el pez dorado. En las antiguas tribus, bien lo sabemos, podíamos encontrar a aquel que recolectaba, otro que quizás construía objetos con sus manos y por supuesto la gran figura del chaman, aquel mago misterioso que convocaba y conmocionaba a través de sus relatos. Había curación en sus palabras, en el sentido más amplio del término. También existía una necesidad por su parte de contar aquel mundo, aquellas visiones que lo poseían, de darle forma a aquello que sus ojos descifraban. La función del artista es siempre una función chamánica. En su figura vive la mágica destreza de tomar aquello que lo rodea y transformarlo en música, en pintura o en bellas palabras. Y deberás crear si quieres ver tu tierra en paz, nos cantaba Luis Alberto, otro mago, otro poeta.
La
contemplación es la gran tarea del artista, el cinematógrafo se nutre de ella y
es allí donde sienta sus bases. La esencia del cine es la observación de un
suceso transcurrido a través del tiempo y organizado según las formas de la
vida misma, según sus propias leyes, sean estas reales o inventadas para
generar un nuevo verosímil. Cabe decir entonces que la imagen es
cinematográfica solo si vive dentro del tiempo y el tiempo dentro de ella. Tal
como venimos diciendo depende exclusivamente de quien observa y del universo
que lo rodea. La imagen resultante es entonces la vil consecuencia de la
ecuación que se da entre aquel mundo enigmático e inaprensible y la siempre
limitada consciencia de aquel que observa. Pensemos en el haiku, aquel
milenario estilo de poesía japonesa. Tal vez su brevedad revele la más noble de
las imaginaciones en la precisión de la observación que realiza sobre el mundo.
Aquella simpleza en el decir, aquel manejo del tiempo en el devenir de sus
versos, aquel silencio que se extiende y acompaña a la observación misma de lo
que sucede. Decía el poeta Ivanov
que un símbolo es auténticamente tal
cuando sus sentidos son ilimitados y cuando por medio de su lenguaje secreto
adquiere una condición alusiva y sugestiva que permite expresar lo
inexpresable. Es impenetrable, autónomo e indivisible. Allí está el poder
del haiku. Demos un ejemplo:
¡Oh, luciérnaga!
Pronto desapareces…
La luz del día.
Einsenstein vio en esta estructura generada por tres versos del haiku el modelo según el cual combinando tres elementos separados se crearía algo diferente, una cualidad de otro orden. De la imagen al sentimiento y del sentimiento a la tesis escribió alguna vez y en ese concepto surgían ya las bases del montaje. Con estas herramientas podemos pensar el cine de Yasujiro Ozu. Historias de Tokio, al igual que toda su filmografía, se basan puntualmente en la contemplación. Hay un ritmo en la composición de los planos y en la cadencia del montaje tan similar a la que analizamos en el haiku que es imposible no relacionarlos. El film narrará la relación de una familia afectada por el paso del tiempo. Hablará de la vejez, de la diferencia entre generaciones, de aquello llamado progreso, pero también de la posguerra y sus consecuencias. Hablará de la vida y también hablará de la muerte. Como bien sabemos, todos estos son temas muy recurrentes dentro de la filmografía del autor, tal vez su producción no sea otra cosa sino una tesis constante sobre estas temáticas. Se dice de Yasujiro que es el más japonés de los directores japoneses y esto se relaciona quizás a su modo de observar la realidad que lo rodea. Si Akira es el más moderno, Yasujiro es el más fiel al punto de vista clásico japonés. Es tal vez el que mejor cuenta sus tradiciones, su modo de vida, simplemente exponiéndolos ante la pantalla, dejando de lado una crítica evidente. Claramente, un haiku.
Bien sabemos que un plano es ideología no por
lo que cuenta sino por lo que decide no contar, es por ello que entendemos que
en cada elemento montado en el film Historia
de Tokio hay un punto de vista que quiere decir algo, hay una perspectiva
desde donde se mira que no es ingenua ni pasiva con la realidad. Las distinciones
técnicas más evidentes del cine de Ozu
radican en 4 puntos fundamentales, a saber: la altura baja de cámara, si nuestra Lucrecia Martel utiliza una altura correspondiente a la de un niño
o niña de aproximadamente 12 años, Ozu
baja la cámara a la altura de los ojos de alguien arrodillado en un tatami,
reminiscencia quizás al espectador teatral pasivo que originalmente copió el
cine; La falta total de paneos,
construirá todos sus relatos prescindiendo de esta herramienta; quebrará la ley de los 180° lo que
provocará constates saltos de ejes y conflictos en la creación del raccord de miradas y agregará una última
distinción relacionada también a las miradas, las cuales muchas veces estarán
cerca o sobre el eje generado por la cámara. Dicen que una sumatoria de errores
muchas veces hace un estilo y este es quizás el caso de Ozu. Lo cierto es que el ritmo de sus películas construyen un
tránsito agradable y profundo para quien las mira. Ver los relatos de Yasujiro da la sensación de estar
transitando aquel inmenso universo creado por Basho en donde aquello que se ve es la tranquila expansión que
genera un dedo acariciando la mansa y calma agua de un estanque. Ozu nos dejó una sumatoria de películas
que respiran, es por eso que nos damos cuenta que aún hoy, luego de tanto
tiempo, continúan vivas.
Lucas Itze.-
Canción post
impresiones
UNIVERSO OZU
Yasujiro Ozu
nació el 12 de diciembre de 1903. Crece en Fukagawa y luego se traslada a Matsuzaka,
debido a los negocios de su padre. En 1916 descubre el cine. Durante aquellos
primeros años de entrega voraz al cine gustaba del americano más que del nipón,
que decía despreciar. En especial sintió predilección por las actrices Pearl White y Lilian Gish, entre otras, y sus directores predilectos fueron Rex Ingram, Chaplin, King Vidor y Ernst
Lubitsch. Tras exigirle su padre que se presentara a los exámenes de
ingreso en la prestigiosa escuela de negocios de Kobe, y no superar la prueba,
Yasujiro decide, a sus 19 años, ir a trabajar como maestro suplente en una
aldea solitaria de la montaña, Miyanomae. Allí parece ser que se entregó con
fruición al sake junto a amigos a los que invitaba a pasar temporadas con él;
sin embargo, no dejó mal recuerdo entre los que fueran sus alumnos. En 1923 se
vuelve a Tokio siguiendo a su familia, y deja atrás esa etapa en la que había
vivido en un entorno rural alejado del bullicioso entorno tokiota. Este contraste
entre la ciudad y el campo será un tema recurrente en muchas de sus películas. A
la vuelta del ejército, Ozu se encuentra con la clausura de los estudios de
Kamata, especializados en filmes jidaigeki,
y en los que él se había formado. Se dedica desde entonces, en los estudios de
Con Primavera precoz, en 1949, Yasujiro Ozu alcanza uno de los primeros cenits de su carrera. Fue la primera parte de la llamada Trilogía de Noriko, nunca pretendida por Ozu, por otra parte, en la que la gran actriz japonesa interpretó a tres Norikos, todas ellas hijas o nueras que dudan si casarse o no. La trilogía la completan El comienzo del verano de 1951 e Historias de Tokio de 1953. Retomó en 1952 El sabor del té verde con arroz, el guión aparcado en 1939, aunque lo rodó con muchas alteraciones de la idea original. En 1957 estrenó su última película en blanco y negro, Crepúsculo en Tokio, con un argumento sórdido y melodramático, propio de sus películas de preguerra, y después llegó Flores de Equinoccio, la primera fotografiada en color, técnica que ya adoptará en todas las que le siguen.
En 1959 estrenó
dos películas: la desenfadada Ohayo,
(Buenos Días), una reelaboración de su primitiva He nacido, pero… de 1932,
y Ukigusa (La hierba errante), una
nueva versión de la historia que ya hiciera en 1934 y que realizaría con la
productora Daiei. El declive físico se intensificó y aparecieron los primeros
síntomas del cáncer que acabaría con su vida. Sus últimas películas parecen
reflejar de forma indirecta el mundo interior del propio Ozu, pues están llenas
de personajes otoñales, nostálgicos, que rememoran los tiempos de la guerra en
veladas llenas sake o que gastan el tiempo bajo el influjo hipnótico del
pachinko. Una misma atmósfera cubre Otoño
tardío de 1960 y El otoño de los
Kohayagawa de 1961 y Sanma no aji de 1962, su última película, traducida
habitualmente como El sabor del sake, aunque "sanma" es un pescado que
se consume en otoño, que es a lo que se refiere el título. Estas películas
crepusculares y desenfadadas al tiempo son la despedida involuntaria de un
hombre que siguió trabajando hasta el final. De hecho dejó un guión escrito con
Noda que se llevó a la pantalla tras
su muerte. 1963 fue un año de enfermedad y agonía para Yasujiro Ozu. Tuvo un
tumor en el cuello del que le operaron el 16 de abril, y tras permanecer varios
meses hospitalizado y recibir tratamiento con cobalto, finalmente falleció tras
una dolorosa agonía el 12 de diciembre, día de su kanreki o 60º cumpleaños.
Sus cenizas reposan en un cementerio de Kamakura y en su lápida tan solo hay un
kanji que representa el concepto Mu: la nada.
FICHA TÉCNICA
Título original: Tokyo monogatari
Año: 1953
Duración: 139 min.
País: Japón
Dirección: Yasujirō Ozu
Guion: Yasujirō Ozu, Kogo Noda
Música: Takinori Saito
Fotografía: Yuuharu Atsuta (B&W)
Reparto: Chishu Ryu, Chieko Higashiyama, Setsuko
Hara, Sô Yamamura, Haruko Sugimura, Kuniko Miyake, Kyôko Kagawa, Eijirô Tono,
Nobuo Nakamura, Shirô Ôsaka, Hisao Toake, Teruko Nagaoka, Mutsuko Sakura, Toyo
Takahashi, Toru Abe, Sachiko Mitani
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